Afuera el día no se veía fácil de engañar y estaba caliente. Los ruidos inmediatos en el viento sonaban compasivos (en el fondo del sonido era posible escuchar residuos de tristeza dependiendo de que tanto te concentraras). Caminé unas cuantas horas para observar pero mas que nada para matar tiempo. No mucha gente sale a caminar en el sur de California. En la tarde tenía asuntos que atender con Jos. Eran asuntos importantes. Vi algunas cosas: un señor grande y gordo comiendo palomitas sentado en una silla (y un montón tiradas en el suelo a su alrededor, hasta tenía una sola perfectamente balanceada en la punta del zapato) viendo hacia la calle desde su porche como si ese fuera su entretenimiento. Éste sabia lo que estaba haciendo. También vi a un señor que tenia solo medio dedo pulgar, y se lo estaba viendo mientras movía su mano de un lado a otro, su cabeza moviéndose al mismo ritmo como si eso lo fuera a ayudar a que le creciera de vuelta, si es que alguna vez lo tuvo entero. Una viejita hermosa estaba parada pegada a un muro queriendo agarrar sombra y la salude y me regaló una sonrisa quedita y muy poderosa, debo admitir, de esas sonrisas femeninas que se te meten a la sangre y te la hierven y ya nunca vuelves a ser el mismo, son parte de ti ya por siempre. Había parejas desayunando que se veían mas tristes que las del segundo tercio de la obra de Antonioni. Un joven dormía casi fuera de la banqueta alado de su bicicleta en un charco de vomito y una botella de ginebra un cuarto o mas bien tres octavos de llena. Se veía limpio (fuera del vomito) y bien vestido-medio deportivo (que aquí son tal vez ropas muy típicas pero en donde yo crecí son consideradas de muy buena calidad, y no hay razón para tirarlas nunca: si engordas o creces se las pasas a algún primo)-y, aunque yo no sea un experto en bicicletas, ésa se veía de marca. Estaba presenciando el comienzo de sus días de autodestrucción. Le quité los anteojos que traía puestos y se los puse en la bolsa de la sudadera. Mucha gente pasaba escuchando algo en sus audífonos y no me volteaban a ver por mas que yo tratara de conectarme con sus miradas. Un alambre de luz se había caído y los tenis que habían colgado en el estaban al alcance de mis manos. Quería agarrarlos y estudiarlos y especular que tan viejos eran, encontrar alguna historia detrás de ellos. No lo hice por miedo a electrocutarme. Yo no pienso morirme. Creo que hay una probabilidad de nunca morir. Todo lo que veo, toda la muerte en la sociedad, toda la perdida de facultades en otros, nada de esto me ha sucedido a mi. Si le ha pasado a gente cercana a mi y hasta me ha tocado ver a seres queridos perder sus sentidos, volverse locos o envejecer y hasta he presenciado algunos asesinatos, pero, a pesar de que todos estén muriéndose, a mi no me ha pasado nada, yo he sobrevivido. Esto no es más que un solipsismo barato y en el fondo sé que estoy mal.
Tiempo después me senté un rato en una banca de un rincón que se veía tranquilo a descansar las horas que llevaba de caminata y saqué el celular. Una barra de chocolate olvidada se derretía a un lado de mi. La calle en donde estaba olía a asados turcos y fragancias de canela. No me gustaba la combinación. Escogí un mal lugar para descansar pero sospechaba que el siguiente que encontrara no seria mucho mejor. En el celular vi algunas fotos que me aparecieron al azar de mujeres bonitas que andaban de fiesta la noche anterior. Se veían contentas. Nunca suben nada tristes. Después leí una porquería de nota en el web del New York Post sobre un alumno adolescente que sirvió crepas rellenas de semen en una clase de cocina. Informaba que uno de los catadores engañados preguntó que tenían adentro pues tenían muy buen sabor. Que pensaría Alexander Hamilton de esta mierda, me pregunté a mi mismo, riendo, en voz baja para que nadie escuchara. Pero no quería decirlo ni en voz baja, se me salió. Me quedé con la esperanza de que nadie hubiera escuchado. Luego se hacen ideas que no son, o tal vez si son. Pero me veían con sospecha algunas personas de las siete que tenia a simple vista. De esas siete era imposible que dos me hubieran escuchado ya que estaban un poco lejos y era difícil que el sonido de mi voz llegara hasta sus oídos. Otro que no volteó estaba bastante cerca pero también bastante viejo y me dio sospechas de que pudiera estar un poco sordo. La vergüenza no me dejó ver a los otros cuatro con claridad así que no puedo describirlos pero sentía que ellos si me veían. Les traté de contagiar mi sonrisa para hacerles pensar que estaba bromeando con ellos, que lo que había dicho fue un chiste de buenos días. Nadie simpatizó. (Eso sí: la pregunta de Hamilton fue enserio, pero a fin de cuentas fue retórica.) Guardé el celular. Después de un momento nervioso me puse de pie y levanté del suelo un vaso desechable que en otro momento sirvió para refrescar a algún pasante pero ahora era inservible y ya había cumplido su único propósito en el mundo. Lo tiré a la basura (al bote de basura normal, no al de reciclaje, para dejarlo descansar por siempre). El chocolate no quise tirarlo. De todos modos las hormigas le iban a sacar algún provecho. Comí media orden de pollo con frijoles rojos y camotes y la otra mitad se la dí a un perro (en cuestiones de especie: para mi era muy temprano para comer pollo y para el perro era un manjar a cualquier hora). Pasó el tiempo debido y fui a ver a Jos a su casa, como mencioné antes teníamos un asunto importante que atender. Perdí mucho tiempo pensando en banalidades aquella mañana en esta ciudad que es un paraíso, pero por alguna razón se siente ajeno.